Manual de perdedores by Juan Sasturain

Manual de perdedores by Juan Sasturain

autor:Juan Sasturain [Sasturain, Juan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Policial
editor: ePubLibre
publicado: 1985-01-01T05:00:00+00:00


84

Libertador para allá

David Schwartzman, el Sin Cruz, lo llevó hasta una habitación con paredes de vidrio en un extremo de la redacción, una especie de cabina gigante de teléfonos, un serpentario tal vez, aislado por cortinados verdes.

—Acá podemos hablar tranquilos, Caña.

Etchenaik oía dos o tres veces al año ese sobrenombre en labios de lungos desgarbados y judíos, los mismos que hacía cuarenta años compartían con él vestuarios y saltos en la llave, esas fotos viejas en fila decreciente de los equipos de básquet con jugadores engominados y de bigotitos: Macabi, primera división.

—¿Qué tal vos? —dijo cuando se sentaron.

—Jodido pero sigo —dijo el otro levantando los anteojos, clavándose el pulgar y el índice en las órbitas mientras arrugaba la cara—. Me pasaron al archivo… No, no me archivaron a mí. Laburo ahí.

Etchenaik sonrió.

—¿Recibiste mi tarjeta a fin de año?

—«Etchenaik Investigaciones Privadas»… ¿Todavía no te metieron un chumbo, inconsciente?

—Lo estoy buscando. Tal vez el Dr. Huergo…

—Contame.

En cinco minutos le contó dos días, le mencionó los apellidos Berardi, Huergo, Paz Leston, Sayago, le habló de cúpulas y metalurgias, campos y extorsiones. Le dijo todo.

—Qué lindo —fue el comentario final de Sin Cruz—. Con lo que yo te pase no vas a ir desarmado esta noche. Anotá.

Cruzó Libertador y entró en el laberinto de calles estrechas y arboladas con la certeza de que acabaría equivocándose de casa, tratando de explicar en la seccional más cercana su presencia en el jardín de la embajada de un país nórdico.

En una esquina que se abría a tres posibilidades, un hombre le explicó que la calle Castex era la que transitaba, que se había pasado una cuadra del lugar donde quería llegar. Giró en redondo.

La noche se apuraba allí, en ese pedazo de Buenos Aires que no se podía ilustrar con música de tango; no contaminado de comercios ni kioscos ni colectivos; un barrio con años bacanes sin descascarar la piedra, sin podar los árboles, sin huellas de la historia en las pintadas callejeras. La noche caía natural ahí, sin oposición, como en la estancia. Y la casa tenía algo de eso.

Se acercó despacio y estacionó entre un Mercedes negro y un Peugeot blanco levemente manchado de barro. La prestigiosa verja remataba en dos globos de luz del tamaño exacto para no desaparecer entre las enredaderas que los acosaban.

Desde el jardín, el frente de piedra irregular que alternaba con la madera oscura no tenía aspecto definido. Era una casa de dos plantas pero existía una zona imprecisa en la que se abrían pequeñas ventanas enrejadas, posibles entrepisos. Había árboles altos y rumorosos.

Apretó el timbre y esperó un momento. Hubo un levísimo sonido metálico, un roce, y sintió que lo observaban por la mirilla.

—¿Qué desea? —la voz era de mujer.

—El doctor Huergo me espera. Dígale que está el fiscal Etchenaik.

El ojo desocupó la ranura y el veterano aprovechó para constatar la dureza del revólver en el hueco de la axila. Casi inmediatamente la puerta se abrió dejando semioculta a una mujer con uniforme de mucama que lo hizo pasar y en seguida desapareció.



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